Memoria del silencio
2004
La contemplación permite leer lo que viene: la lluvia, la noche, el frío, un vendaval, cualquier estación; decide detenerse, salir del camino y abrir su visión a lo que un paisaje puede ofrecer. Mira al cielo, las libélulas pretenden ser hadas; mira desde la montaña, la laguna y el campo son dos manchas.
Captura lo que el hombre de ciudad se niega a conocer y más allá de eso, lo interpreta. Así, el paisaje es difuminado, parece neblina constante y esta práctica se puede leer como la preocupación de una posible desaparición. En cada pieza, el artista respira hondo, huele la humedad, percibe el viento en el rostro y siente una gota caer en su cabeza. Allá lleva al espectador.
Hay una comunión constante con los silencios, pero no los absolutos, sino aquellos que permiten escuchar lo que susurra el árbol o la roca sembrada. Así parece. Los paisajes son libres de vida animal. Nadie es perturbado. El cielo se deja caer y la luz se filtra de entre las nubes para dotar de colores -apenas cálidos- a los objetos.
Así como el poeta vuelve a nombrar todo con su voz, el pintor vuelve a presentar lo que observa a través de su pincel. Entonces la lluvia es un arcoiris y las planicies son sitios para reposar la vista. En los horizontes nacen los contrastes y el resultado lleva a una dualidad marcada entre el cielo y la tierra.
Cuidadoso de que el paisaje no sea un mero registro, lleva cada óleo a situaciones únicas. Éstas son aderezadas por una imaginación sutil, con la idea de obligar -a quien observa su obra- a dar de si y aportar lo que su respiración le pida.
Francisco Rojas Cárdenas